miércoles, 29 de junio de 2011

TRESCIENTOS DIECISIETE

Un viento frío cruza la avenida y se mete en el café en penumbras. La lluvia no cesa, los abrigos no tienen tregua en este invierno que arranca a pura puñalada de picahielo.
El jazz arrecia contra las mesas y las sillas de madera rústica, va creciendo con su atolondrada capacidad para vomitar notas a máxima velocidad; el gordo dueño del bar es un fanático del blow, de los fierros dorados que se hicieron mayores en los rincones más neoyorquinos de Nueva York. Y todos los mediodías le da batalla al ruido de colectivos y taxis, de motos y de coches, de frenos chirriando, de bocinas incordiando el arte de sus negros.
Jueves de junio. Gotas que perforan la piel de los caminantes apurados, que jamás pueden aprovechar todos los toldos de la San Martín, en esta Paternal congelada.
Mi café con leche se aburre en la taza, se va enfriando mientras mira el techo blanco y apenas perceptible; yo escribo sobre el descanso de mi trabajo, le robo su razón de ser a una hora que a todos les sirve poco y nada. Viajo a cuadros lejanos y solitarios, sin admiradores ni aduladores vanos; los reconfiguro para mi voluntad y mi estado de ánimo. Alguien dice "hay que seguir", luego de vaciar su vaso de vino tinto. Es una señorita no tan linda y no tan joven.
El gordo va levantando pocillos y copas, una televisión sordomuda mira la gris claridad que viene del pavimento mojado. Otro vagabundo pasa despacio y sin preocuparse por el agua constante e insensible, va rumbo a elegir un nuevo rumbo, para el resto de la hora y lo que resta de su tiempo en estos pagos.
El día se ahoga en su mansedumbre de cotidianidad. Y yo no tengo cómo rescatarlo en tan solo sesenta minutos de estar afuera de la guerra más oculta de la modernidad.

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