sábado, 15 de mayo de 2010

DOSCIENTOS SESENTA Y UNO

En el bar La Perla la tarde del miércoles se va poniendo cada vez más fría. El cielo pálido tiene un mar encerrado y que busca salir, mucha agua se estuvo fugando durante todo el día, dándole su trampa favorita a las baldosas flojas de Buenos Aires.
José Iglesias mira la avenida Rivadavia desde el único cuadro que lo tiene como estrella; desbordado de una luz y un brillo que jamás hubiera conseguido en su Cueva. Con esa sonrisa inconsciente que comparte con gente como los linyeras de la plaza, o el Houseman de Parque Patricios, o el Mané Garrincha y la alegría del pueblo. Una mueca de alegría que solo los privilegiados pueden sostener contra toda la miseria que les tiren.
Coches, y colectivos, y taxis, y gentes. En la mitad de la semana del trabajador meticuloso, el frío del otoño remolón empieza a conquistar el aliento y los ánimos del hombre-máquina. Algunos siempre dan batalla.
El negro acomoda su maletín en una mesa alejada del bullicio y clava su mirada en un televisor que tiene a kilómetros de él. Despliega un arco iris de reflejos esmerados, pero inútiles, falsas esperanzas relucen también falsamente. Sin nadie que las quiera, siquiera, ver.
El negro construye su descanso con mucho esfuerzo, desoye las urgencias que le gritan órdenes, los alaridos de su lejana tierra oscura y musulmana. Parece concentrarse en su Dios, que vaya a saber qué promesas le habrá hecho para dejarlo abandonado en este bar blanco e indiferente. Tan lejos de su lugar.
En el bar La Perla, el del deseo de naufragar, el hielo de la tarde logra pasar por entre las hendijas del vidrio limpio y vigilante.
Nadie se salva. Ni el negro, ni la camarera, ni yo.

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