lunes, 17 de mayo de 2010

DOSCIENTOS SESENTA Y CUATRO


El cerro macizo está latiendo sobre mí.
Y yo, que soy un aguijón oradante,
escucho el respirar de la montaña.
Una vertiente de agua de hierro trota hacia la luz,
sangre impotable y vengativa;
las entrañas del Tomolasta son negras,
cálidas,
lastimadas por mil escalpelos durante dos siglos de filo.
Alguien se llevó su preciada savia áurea,
el oro de los hombres ambiciosos.
Otro murió en la más aterradora negritud.
Camino a la boca, mancillo por última vez la herida bicentenaria.

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