miércoles, 17 de febrero de 2010

DOSCIENTOS CINCO

La ciudad, de pronto, fue de los ángeles.
No son invisibles, yo los vi. Sobrevolaban la ancha avenida, subiendo y bajando al ritmo del silencio más colosal, se reían de mí, me sonreían y se escondían entre las galerias inhóspitas.
Buenos Aires era un pueblo humilde y delicioso por única vez. El vicio del movimiento, ausente, estaba soñando futuros descalabros, estrepitosas tardes de oficinas y taxistas. Los semáforos inútiles, seguían su rutina. El pavimento en paz trataba de tostarse en vano. El camino sin sentido, sin razón de ser.
Y todo el sol en mi cara no pudo evitar la revelación. Yo vi los ángeles de esta ciudad, son grises. Toman el color del alma que los descubre.

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