domingo, 7 de febrero de 2010

CIENTO NOVENTA Y SEIS

La tarde calurosa del pueblo es una aliada voluntariosa y complaciente. Tanto como ella y su acento galo, y su rubio cabello, y su figura no tan en línea.
El ventilador zumba inutilmente un intento de apagar los ruidos de la pasión, los gestos invisibles de dos amantes inoportunos, entregados al fervor más antiguo de todos.
Nadie en Laguna Brava presta atención a la habitación junto a la Sagrada Biblia. Todos hacen la vista gorda, oidos sordos; sentidos distraídos en atender otros juegos. Nosotros sabemos que el mundo y cada cosa en él se ha confabulado en nuestro favor. Mirándonos lo sabemos.
Ella no pide lo que yo daré. Yo no niego lo que ella espera. Y así, Babel se hunde en su impotencia y su frustración, y el silencio del aire escucha esa maravilla universal que es el amor y su instante más profundo.
Todo pasa en dos días, en algún lugar lejano de mi vida real, con una princesa que no perderá ningún zapatito, y en un espacio que no esperaba tamaños espíritus impetuosos y desfachatados.

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