viernes, 25 de junio de 2010

DOSCIENTOS OCHENTA Y TRES

¿Dónde están los escritores que escriben y se callan la boca?
Es una pregunta cuya respuesta cae de maduro: están callados, en sus cuevas, pergeñando nuevas ideas, nuevos tesoros.
Esos son mis hombres favoritos. No siempre mis escritores favoritos. No es lo mismo.
El genio de Borges descarrilla cuando pretende, en su chochera, erigirse en juez de todo y de todos; Cortázar es brillante pero se opaca en todo su esmero público y propagandístico de ser un buen hombre de izquierda (esos adoradores de las Revoluciones pero que no tirarían ni un tiro).
Ni que hablar de los pésimos que se creen grandes intelectuales, obligados, por una consecuencia ficticia y universal, a explicarle al mundo sus problemas y sus soluciones.
¿De dónde surge esa presunción de que los hombres de letras tienen una opinión que es aconsejable atender si se quiere modelar un planeta perfectible? Se les pone el micrófono, se les pide posturas, se los enfrenta como titanes del pensamiento (un perfecto idiota puede ser un gran tramador de historias). Y ellos aceptan, y piden la palabra, y dan conferencias esclarecedoras, y hasta se jactan de estar enfrentados unos con otros, todo en nombre del bien de la humanidad.
Lo más patético es que esa visión mesiánica intelectualoide se suele fundir con su profunda convicción en el modelo planetario neoliberalizado, que, claro, les da sus ganancias, sus renombres, sus prestigios, su muñeco corporeo parado en las vanidosas ferias literarias.
Último round del show de los figurones: dos franceses vendedores y bien vendidos. Michel Houellebecq y Bernard- Henri Lévy se pelean en un libro hecho para mediatizar su pelea, como si fuera un regalo lleno de sapiencia para el planeta y los lectores.
Uno se anuncia filósofo y profundo, el otro misógino y maldito. Garantía de no sé qué.
Probablemente lo que venga sea un futuro mejor, al menos para las editoriales y la industria del libro idiota: un escritor filósofo, profundo, misógino, y maldito. Más fácil de distribuir y acopiar regalías.
Al menos ya no tendremos que soportar el debate prefabricado y pretencioso.

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