sábado, 28 de agosto de 2010

DOSCIENTOS NOVENTA Y NUEVE

Narciso era un bellísimo joven, hijo de un dios río y de una ninfa. Además de una preciosura admirable, el muchacho no escatimaba en equilibrio; transcurrió toda su infancia sin un tropezón, sin haber caído nunca al piso. Esto no era tanto una virtud aprendida con la costumbre de vivir sino más bien una innata injusticia anatómica. Partes de su ser en la más clara pobreza, y partes bien dotadas, especialmente su quinta extremidad. Tal era su magnitud.
Cuando nació sorprendió a todos de entrada. En verdad se notó cierta preocupación por la suerte que tendría el animalito de Dios al desempeñarse en las cosas de la vida. Sus padres fueron inmediatamente a consultar al gran adivino Tiresias, esperaban que éste les dijera cómo debían proceder con su primogénito y qué destino le aguardaba. El hombre dio un manojo de respuestas que no eran de una gran precisión, digamos que desencadenó una suerte de enigmas que solo con el paso de los años fueron tomando su real dimensión. Igual que el pequeño Narciso.
Tiresias, visiblemente sobresaltado, escudado tras un taburete, y gesticulando desde una habitación contigua, gritó a la pareja primeriza: “Que no vea su imagen reflejada nunca, puede asustarse y morir de un paro cardiaco”. El dios y la ninfa agradecieron al brujo y se marcharon con el hijo y sus cunas.
Durante toda su adolescencia Narciso desprecia al amor y rechaza los ofrecimientos de cariño de millares de ninfas, de doncellas, de sirvientas, de esclavas, de príncipes, de soldados, de campesinos, de vacas, de gallinas… Ni una sola pretensión es atendida por el joven, que opta por atenderse solo, pero que rápidamente descubre que no se basta para calmar a su gigantesco fervor. Es imprescindible una ayuda para sofocar su incendio, ya que manipulando su dotación no alcanza.
Así sucede que una mañana primaveral, en una salida a recoger frutos silvestres, el hijo único encuentra al Dios Zeus juntando gladiolos en una canastita, y observándolo semitendido, arrodillado a la vera del sendero, se despabila todo su instinto. Arremete en una carrera desenfrenada. Bajo los finos rayos del sol, formando en las rocas aledañas la sombra de una regla T recostada y en movimiento propio de caballero medieval en combate, lleva la recta larga hasta chocar al padre de todos los dioses, que lanza un furibundo bramido de todos los cielos, y que es escuchado en todos los rincones del Olimpo. Incluso por la propia Pitoniza, que al instante anuncia: “¡Ésta no la tenía! ¡Ajusticiaron al Jefe!”.
Narciso sació sus deseos velozmente y se retiró de retorno a su hogar, desconociendo la investidura de quien poseyera sorpresivamente.
Zeus , el que amontona las nubes, llegó a su morada con la ayuda de Eolo, que lo levantó por los aires (no tanto como el joven) hasta depositarlo en su lecho, en este caso de dolor. Ahí estuvo un par de semanas atendido por Palas Atenea, la de los ojos glaucos, durmiendo boca abajo, custodiado por Poseidón.
Una vez recuperado desató su furia contra todos los hombres, haciendo despertar los deseos de Narciso cada diez minutos. Quien anduvo arremetiendo contra todo lo que se le pasó delante, y reite de las siete plagas y el diluvio universal.
Pero no contento con su decisión, el mayor de los dioses sigue irradiando sed de venganza por los poros, y sabe que su calma llegará solo al ver al joven desaforado ultrajado él mismo. Trama entonces el final de esta historia, y pide el aval del resto de los dioses para llevarlo adelante. Que como no podía ser de otra manera aceptan su decisión e incluso dan consejos para los pasos a seguir.
Un día de calor, después de una cacería, Narciso siente la necesidad de beber agua. Se inclina en cuclillas sobre la superficie cristalina y sin darse cuenta (solo al principio) se auto flagela con toda su vitalidad y firmeza. Pisa su propia imagen en el agua y no logra entender quién lo somete tan brutalmente, se deshace en improperios, rasguña las piedras, se come la hierba con los dientes apretados, y muere desangrado a la orilla del remanso.

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