lunes, 23 de agosto de 2010

DOSCIENTOS NOVENTA Y OCHO

Llego justo cuando Alejandro está tratando de convencer vaya a saber de qué cosa a Diógenes. Enfrente a ellos, el X conde de Lemos, Don Pedro Antonio Fernández, los mira montado en su caballo, sin interesarse demasiado en lo que discuten. Aunque peor está el que metido en una armadura italiana del barroco, se hacina tras su peto, acogotado por su gola. Si tuvieran el agua fresca de sus siglos XV y XVI, los brocales propios de la cultura arabe podrían mitigar el calor del hombre en su armadura.
Todo eso en la propia entrada del museo Enrique Larreta. Temprano sería, ya que nadie había en la sala de estar hispanomorisca. Que en cierta forma le da más razón a Castro que a Sanchez Albornoz.
Ya en la sala siguiente, el cardenal Belluca y Moncada, obispo de Murcia, se agarra el pecho con su mano diestra. ¿Será por la cara conque lo mira Adam de Dietriechstein? Un Barón que recibió la gracia de ser obsequiado su retrato por Felipe II.
Al que tal vez no le hizo risa fue al pintor Juan Pantojo de la Cruz, que se vio obligado a laburar en el asunto.
La larga mesa no está servida. ¡Vaya mesa! Que donde comen veinte, comen veintiuno, podríamos asegurar. Claro que en el siglo XVI no era cuestión de andar sumando comensales que necesitaran ser sumados. Se vería muy mal.
A decir verdad choca un poco la pose grandilocuente y contemplativa de Larreta, contra la posada del vino, donde unos sudorosos hombres llevan una vida no tan de contemplación. Lejanos al retratado al pie de Avila, e ignorantes de "La Gloria de Don Ramiro".
Por ahí exagero con mi descripción. Así pareciera decírmelo San Isidro Labrador, con su cabeza levemente inclinada hacia su hombro derecho, y su mano izquierda abierta hacia mí. ¡Y la mirada! Algo así como "¿No será mucho?". Bueno, él es santo, y yo no. Sepan disculpar ciertas objeciones mías de clase.
Las guitarras que acompañan mi deambular por la morada de Don Enrique, apuran un poco la somnolencia dominical matutina.
En la siguiente sala retiro lo dicho, por las dudas. No sea cosa que a algún hispano ofendido en su orgullo, se le ocurra echarle mano al Yagatán turco del siglo XV, que duerme su triste retiro apresado tras una vitrina, y me haga conocer en carne propia la leyenda coránica grabada sobre su acero. O por qué no, las alabardas y lanzas y corcescas, que amenazan al techo envigado.
¡Esta mesa si que es grosa! Aquí el Furher español (es notable el parecido según su fotografía expuesta) recibía entre otros a Ricardo Rojas, Manuel Galvez, Leopoldo Marechal, Ricardo Levene, Mujica Lainez. Es el escritorio de Larreta, aunque no su lugar favorito, según sus familiares.
En otro orden de cosas, y sepan entender que yo no capto mucho de arte, este Manolo Valdés es un atrevido. Esto de andar apropiándose de las obras de grandes artistas para resignificarlas esteticamente, puede resultar un poco insolente. El Paisaje de verano en la cabeza de Salomé, el rostro que se fue, Kandinsky y Cranach un tanto perplejos; la Reina Mariana no tan sobria como la pensó Velázquez, y encima sujetando a Picasso con una mano de escorpión.
A la Dama de Elche le extirpó todo rasgo, todo gesto. La volvió pura modernidad.
No entiendo de arte. Pero descubrí que Manolo Valdés no me gusta. Seguramente yo tampoco a él.
Después de la tenue luz interior del caserón (barrio de Belgrano, caserón de tejas) el jardín lastima la vista. Enorme, extenso, fabuloso. Laberíntico paseo de ligustrinas, un verdadero parque botánico, pero sin gatos. Con fuente y glorieta, y bancos para el descanso y el disfrute de la naturaleza. Hoy en día imposible de visitarlo en silencio. Tanto como que a un empresario se le ocurra poner esculturas de las cuatro estaciones en su espacio del country.
De regreso en el interior, y en el dormitorio del dueño de casa, un retrato oval me recuerda al que mi abuela Celsa hizo de mi padre y sus tres hermanos. Lo demás ya no se parece mucho a la pobreza que la gallega de Orense ostentó hasta su muerte.
Realmente un privilegio despertarse a la mañana y ver por la ventana un bosque personal, un Eden propio.
Valdés sigue hablando en una computadora en el pasillo. También se suceden sus obras en la pantalla. Algunas me gustan. Pero igual, mayormente creería que se le fundió la lamparita guía.
Me voy de una España detenida en el tiempo. Creo que quizá, más que un museo de arte español, es una muestra de época. Claro que los objetos suelen ser obras de arte, aún los de uso cotidiano, pero aquí están por haber sido utilizados en unos tiempos de la historia de la Península, no tanto por ser hechos para el goce visual, puramente estético.
Es mi opinión. Puede fallar.
Siendo el mediodía del domingo, hay dos cosas que me acongojan: que Alejandro no haya podido persuadir a Diógenes, y que justo cuando me retiro pongan a sonar el maravilloso concierto de Aranjuez.

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