domingo, 15 de agosto de 2010

DOSCIENTOS NOVENTA Y CINCO

De pronto sentí que las costillas se iban de mi cuerpo, al mismo tiempo que mis codos se agarraban a trompadas con costillas ajenas. La noche, que era más noche puertas adentro del lugar, sentía los aullidos de una guitarra indócil, los quejidos de unos parches que cabeceaban palillos furiosos, el vozarrón de un bajo que hacía vibrar los vidrios del aula cuyo número no recuerdo.
Todo era ruido y pesadez. El grupo que tocaba en el improvisado escenario se debatía entre vivir o morir en el intento de sonar sin ser un barullo de notas extremas.
Y yo debuté a mis treinta y seis años en el pogo de un recital cualquiera. No sé bien por qué, pero salió así, correr al centro del huracán y tratar de sumergirme en esa marea humana que chocaba contra bancos, más bancos, pibes, y más pibes. Violentamente, pero felices de hacerlo.
Nunca había viajado al interior de un pogo. Así me fue. Dolores musculares para toda la semana entrante.
La gente de Sociales de la Universidad de Buenos Aires hace buenas fiestas. Justito atrás de donde los de Medicina diseccionan fiambres en nombre de la ciencia.

2 comentarios:

Obelisco Enforrado dijo...

Ya está viejo para eso mi estimado; Después de todo, dificilmente ud. y yo vayamos a tener nietos a quienes nos preocupe no tener ciertas anécdotas para contarles. Recuerde que las OO.SS. se ponen cada vez más duras...

Anónimo dijo...

¡Viejos son los trapos! (Además de nosotros dos, claro)