Vivimos momentos de gran agitación estudiantil, donde las reivindicaciones de una distribución más justa de la riqueza, en su apartado Educación Pública, parecieran llevarse por delante las trincheras que determinados sectores del poder político (por ende económico) se afanan en mantener invulnerables. Siempre echando mano, no solo a las posibilidades propias de la coerción de Su Estado (listas negras, amenazas, procesamientos...) sino también en la construcción de un discurso que promete algo que no cumple, ni quiere cumplir. Pero que en buena parte de la sociedad toda se convierte en un calidoscopio en el que la mente busca la forma más linda, menos perturbadora. El éxito del mensaje es lo que mina y socava las posibilidades y profundidades de acción de los que luchan por redistribuir.
El embate arrollador que la comunidad educativa (¿no debiera ser la sociedad toda?) vio surgir en cada toma de colegio secundario, y más a profundo análisis, en cada organización autogestiva e independiente de la manipulación de tradicionales "directores de lucha", un gran paso fundamental para empezar, no solo a conquistar cada reclamo impostergable del sistema educativo en su conjunto, sino para poner ciertos temas en una mesa de debate que siente a todos los actores sociales a discutir largo y tendido. Con la activa participación de cada uno y sin oídos sordos y necios.
Exigir mayor presupuesto para la educación pública es, en última y vital instancia, reclamar inclusión en la educación, ésta como valor supremo e innegable de todo ser humano. Todos tienen derecho a educarse y capacitarse; para proyectar un futuro mejor, pero también, y ese es el tema central de este escrito, para desarrollarse intelectualmente. Esto último, que parece una obviedad, es una causa a la cual no pareciera corresponderle ninguna consecuencia. Y no solo que nadie coloca en el debate sino que es desconocido, incluso, por quienes debieran refrendarlo.
¿Por qué se estudia? ¿Para qué? ¿Por qué alguien puede querer adquirir conocimientos?
La respuesta que demos a estas preguntas básicas tendrán y tienen un peso esencial en cómo se entiende y se activa la responsabilidad de permitir el acceso social y masivo a esa instancia de instrucción. Y todo se puede resumir, aún a riesgo del reduccionismo amortajador, al tipo de sistema que nos gobierna aquí y ahora, en estos tiempos de la humanidad. Sistema que de todas las respuestas posibles escoge una para que sea su faro guía, y en la cual se hallan aprisionadas todas las esperanzas de tener ese derecho universal: ir a la escuela gratis, en un contexto de dignidad para educadores y educandos.
En una mesa de café, alguien me dijo, con un gran convencimiento "La educación tiene que ser gratis en la primaria y la secundaria, la facultad se la tiene que pagar el que quiera ir, que ya es grande y se tiene que hacer cargo de su futuro y preparación. ¡A cuánta gente el Estado le paga la facultad para calentar un banco!
Vamos a dejar de lado aquí el análisis más profundo y fundacional de cualquier discusión política, acerca de la existencia del Estado y sus legitimidades (lógicas de funcionamiento) conseguidas para "ordenar" las sociedades y sus relaciones internas. Lo propongo, no porque no me interese darlo, sino porque quisiera detenerme en la configuración que se desprende del citado discurso sobre la educación, su función, y su razón de ser. Una caracterización que funde inexorablemente al conocimiento con la praxis profesional; al saber con su funcionalidad racionalista; a la Educación con el Mercado.
No hay otra razón por la cual adquirir saberes, que siempre terminan por exigirse como específicos, funcionales, y claro, subsidiarios del capitalismo y su reproducción voraz. Cada vez más asistimos a la desaparición del concepto de universalidad del campo de conocimientos, donde el conjunto de enseñanzas recibidas, lejos de ser acotadas y "localizadas según las necesidades específicas del momento actual del desarrollo de las formas de producción", son la proyección en el individuo de un sujeto cultural extendido, más humano y más en sintonía con el mundo que lo rodea, mucho más allá del sistema que lo envuelve.
Claro que esta visión involucra la creación de un nuevo actor social (o hace regresar al viejo más bien); uno pensante,activo, y por sobre todas las cosas sensible a la realidad de su entorno.
Antes de seguir debatiendo sobre las necesidades de una educación pública y digna, o como enfoque integrado en dicho debate, es imprescindible reconfirmar dónde radica esa necesidad. Ampliar las razones para no ser presas de la justificación posmoderna de quién tiene derecho a estudiar y quién no, cuántos lo tienen, por qué lo tienen, y dónde se inscribe ese derecho.
Calentar un banco no es un eufemismo de perder el tiempo uno y hacérselo perder a la sociedad que nos permite estudiar gratuitamente. Calentar los bancos, incluso, es parte de un derecho que no termina en "aprender para servir", cuando en verdad todo aquel que aprende ya sirve.
lunes, 18 de octubre de 2010
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