jueves, 7 de enero de 2010

CIENTO NOVENTA Y UNO

La película se anuncia, con bombos y platillos, fastuosamente ficcional. Con novedosos efectos especiales y el favor de la más avanzada informática; hasta se dijo que el director, teniendo el guión escrito y en un cajón, debió esperar el tiempo necesario para que dicha tecnología naciera efectivamente.
Todo pasa en un mundo inventado (Pandora), con unos seres inventados (la tribu de los N'avi), con una historia inventada, y con una trama pergeñada a la medida de todos esos inventos en sincronía.
Avatar (tal el nombre el filme) tiene una conexión con la realidad aplastante. O por lo menos la tenía hasta que el insensato del director la arruinó eligiendo uno de esos típicos finales que los yankees crean casi por vocación de grandes simuladores.
Tan solo venticinco minutos separaron mi crítica alabanciosa (juro que me estaba enamorando de la película), de mi denuncia implacable de la cobardía y la necedad del realizador tan galardonado. Más predispuesto a vendernos espejitos de colores que a transmitir un brutal pero verídico mensaje sobre nuestra historia pasada y presente (yo agregaría futura).
El norteamericano no pudo con su genio: mintió, disfrazó, miró para otro lado. Perdió una gran chance de gritar la verdad a través del séptimo arte. Y ante las masas obedientes.

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