domingo, 17 de enero de 2010

CIENTO NOVENTA Y DOS

Cuatro mesas con números, dos de black jack, una de craps, dos de punto y banca. Y todo el pescado en el mostrador, sin vender y sin preguntas siquiera.
El pueblo del casino exclusivo de La Rioja ama las máquinas tragamonedas. De punta a punta del prolijo salón, entre las camareras que van y vienen dejando aperitivos y sonrisas asesinas, un ejército de rodillos trabajan a destajo, siempre con la avaricia programada por sus oscuras manos regidoras.
Bajando unos peldaños alfombrados, en un desnivel hacia el abismo de la mala fortuna, está el cielo de los jugadores; vacío, solo, despreciado por una multitud de zombies adoradores del 7 en línea.
Yo sopeso lo que podría ser el lugar concurrido como corresponde, imagino el fervor y el calor que se plasmaría en cada bola, en cada pase.
El mundo no entiende nada. Prefiere dejarle monedas frías a una ranura insípida, que cálidos plásticos a mullidos paños, donde poder recostar la fe sin que el golpe del azar duela tanto.
Arriba, aullidos desesperados de aparatos luminosos y tajantes, casi mezclándose con mi propia desesperación por la soledad de los talladores. Abajo, croupieres sin chances de ignorar reproches.
El dolor me invade mientras mastico un café con crema, solo y sin el amparo de mis amigos más sanos, que sabrían apenarse conmigo.

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