martes, 31 de enero de 2012

TRESCIENTOS TREINTA Y DOS

Ciriaco Benítez, productor rural de la región norteña de la provincia de Entre Ríos, sufría como sufrían todos los entrerrianos en aquellos instantes. La sequía asolaba los campos, que se morían en hendiduras resecas y sedientas, al igual que los animales, que tumbados aguardaban morir sin remedio de la naturaleza.
Una tarde cansina de insolación permanente, Ciriaco Medina (otro nombre posible para el campero) dormía una siesta bajo un árbol, bajo la mejor sombra que se podía conseguir. En ese dormitar tiene un sueño, sueña que alguien, que no conoce, le dice que confíe en él, y que su cosecha será salvada, que al otro día lloverá en abundancia, todo si se dirige a un lugar preciso y revelado. Benítez, o Medina, Ciriaco en todo caso, va a ese sitio y allí encuentra una cruz de madera, un recordatorio de la muerte en ese mismo paraje de Lázaro Blanco.
Al otro amanecer el aguacero cae y los campos reviven, y el ganado resurge, y la región retorna a la esperanza.
Cuando la noticia corre por los pueblos aledaños, los pedidos se multiplican, se hacen cientos primero, miles después. Cuenta la historia popular que todos son atendidos por el nuevo santo milagrero, por el Lázaro Blanco, por el finado Blanco. Pocos meses después deciden trasladar los restos del milagrero al nuevo cementerio, y para la sorpresa de los testigos, al hacerlo encuentran el cuerpo de Blanco intacto, sin signos del paso del tiempo, ni deterioro alguno. Al margen de que en su primer enterramiento se lo dejara en la tierra sin féretro.
Todo el norte de Entre Ríos, y pronto el sur de Corrientes, convertirán a este paisano en un altar para los pedidos, las súplicas, y las esperanzas.
¿Quién era Lázaro Blanco antes de ser San Lázaro Blanco?
El “Chalo” Blanco era muy conocido en la localidad de San José Feliciano. Hombre conocedor de su lugar, sabedor de todo cuanto vive en la selva Montiel, por donde está emplazado su pueblo, lo que lo hace ser un buen peón para las tareas rurales, un buen mandadero para llevar y traer mensajes y objetos de todo tipo. Así se fue convirtiendo en el Chasqui de Feliciano, el correo veloz que sabía montar cuando fuera y cómo fuera necesario.
Hacia 1886, Lázaro vivía con Isabel López, madre de sus cuatro hijos, aunque ninguno llevara su apellido, ya que por aquel fin de siglo diecinueve San José de Feliciano no poseía parroquia y por tanto nadie daba apellido a los nacidos.
Algunos dicen que tenía 22 años, otros calculan en 27. Fuentes mencionan que el jefe de la policía del pueblo, un tal Hereñú, le encargó dirigirse a la localidad de La Paz, para traer los sueldos de la fuerza policial. Otros datos hablan de un importante mensaje, sin precisar razón o contenido, para el mismo poblado. Todos coinciden en la fecha: 7 de septiembre.
El tiempo estaba bravo, el cielo amenazaba con una tormenta que anegaría los caminos, haciendo dificultoso los viajes y los correos. La tarea no era para cualquiera, porque no cualquiera la aceptaría en aquel inminente temporal. Lázaro Blanco, el chasqui baquiano y experimentado, audaz hasta la tozudez, acepta la misión y parte para La Paz. Crónicas mencionan un paso previo por la casa del alcalde, para tomarse unos mates (otras ningunean tal dato). Lázaro descarta utilizar un caballo blanco, por la creencia que su pelaje claro atrae los rayos, se sube a un tordillo de pelamen gateado y se hunde en los caminos, noventa kilómetros hasta La Paz.
Apenas quince kilómetros recorridos un rayo cae sobre el chasqui y lo fulmina, a él y a su caballo. Es encontrado tres días después por el comisario Demetrio Verón. Su sepultura se realiza en el viejo cementerio. Hacia comienzos del siglo veinte se construye un pequeño templo donde se hallaba la cruz de madera que hallara Ciriaco, lugar de su muerte. Allí la gente deja todo tipo de ofrendas; desde vestidos de novia hasta camisetas de fútbol.
Para la Iglesia Católica Lázaro Blanco no hace milagros, y es tan chapucero como el Gaucho Gil, o La Telesita. Para una gran cantidad de entrerrianos, en sus campos verdes e interminables, el antiguo chasqui sabe contestar los pedidos y los rezos, es un buen santo cumplidor, y no tiene que darle muestras a ningún cura pueblerino, portavoz de los cardenales de la gran ciudad. Lo que sí hace éste Lázaro Blanco, como todos los santos populares, es escuchar a los hombres y mujeres, pobres y dueños de alientos calientes nomás, peregrinas al pie de una creencia que otorgue nuevas esperanzas, porque aquellos que las vienen repartiendo hace mil años son de poco dar y exigir mucho protocolo a cambio.
Lázaro Blanco, santo entrerriano para todo el pueblo argentino. Pasen y déjenle un pedidito.

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